domingo, 10 de octubre de 2010

- V -

Y por fin llegó el día. Llevaba preparándolo unos tres meses, que aunque pudiesen parecer un período relativamente corto, a él le habían resultado eternos. Se levantó de la cama y apagó la alarma del despertador unos segundos antes de que empezara a sonar. Luego se vistió, y colocó bien las sábanas como hacía cada mañana. No quería levantar ninguna sospecha, por eso debía actuar sin variar un ápice sus costumbres. Se dirigió al comedor, donde le esperaban un bol de leche y una caja de cereales por estrenar. “Buen comienzo” pensó mientras se le esbozaba una sonrisa en los labios. Le encantaba abrir los paquetes de cereales.
Abrió la puerta del copiloto, se sentó y se abrochó el cinturón. A causa de su altura, la cinta negra le rozaba molestamente el lateral derecho del cuello. Pero podía soportarlo, por supuesto, no era nada comparado con el dolor que llevaba sufriendo la mayoría de las noches desde hacía varios años. La pierna le temblaba de impaciencia, mientras esperaba que sus padres acabaran de besuquearse. Los segundos se le antojaron infinitos, hasta que finalmente ese cabrón encendió el motor. Evitó mirarlo, y se aferró a su mochila azul y roja de los Looney Tunes. Cuando pensaba que ambos compartían la misma sangre, se le revolvía el estómago. El coche rugió, y se dirigieron hacia la salida de la ciudad. Una vez en la autopista, su padre le golpeó con los dedos en el hombro y le indicó con los ojos que encendiese la radio. Bajó la mirada, y una punzada semejante a la de una aguja al rojo vivo le hizo estremecer. El ano le ardía sobremanera esa mañana. Maldito cerdo. Seguro que ya le volvía a sangrar. Alargó la mano sin mirar el aparato, y pulsó el botón de encendido. Los Beatles, dios, otra vez. Cómo los odiaba, cómo lo odiaba todo. Su padre tarareaba, distraído. El velocímetro rozaba los 110 kilómetros por hora. Las pocas dudas que le quedaban se desvanecieron en un instante.
- Papá… - desabrochó ambos cinturones, uno con cada mano.
- ¿Pero qué coño…?
Se lanzó hacia el volante, y lo hizo girar con todas sus fuerzas. Su padre pisó el freno, aunque en vano, ya que el coche se encontraba a pocos metros de los bloques de hormigón que sí lo frenaron por completo. El frío y agudo beso del cristal en su frente le pareció un alivio. El ardiente abrazo del asfalto en su piel le pareció una cálida bienvenida. Y la rueda del camión que los aplastó, le pareció una bendición.

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