miércoles, 29 de septiembre de 2010

- II -

– Es fácil – me dijo –. Sólo tienes que tirar de esta palanquita hacia atrás.
Yo, que apenas era un saco de huesos, me tambaleé bajo el peso del arma. Nunca antes había tenido una en mis manos, y su frío tacto me provocó un ligero escalofrío.
– Primero apunta a la lata. Tienes que hacer que el palito de la punta coincida con lo que apuntes.
Levanté el rifle, y aprisioné la culata bajo mi axila para que el cañón dejara de temblar. Acto seguido, hice lo que me dijo. La pulsión me cogió completamente desprevenido, haciéndome volar medio metro hacia atrás. Caí de espaldas al suelo, y mi caja torácica hizo un ruido grave al chocar contra la tierra. Me costaba respirar. Empezó a reírse, y arrancó el rifle de mis manos. Yo me incorporé con dificultad, e intenté divisar si mi bala había impactado en el blanco. Me puse en pie de repente.
– Déjamelo probar otra vez, por favor. Sólo una vez más.
Se giró, y sonrió. Me lanzó el arma.
– Sólo una vez más.
Volví a la posición anterior, esta vez preparado para recibir el retroceso. No estaba preparado, sin embargo, para las ansias que de repente me golpearon. Imaginé -o eso creía- que me giraba, le miraba fijamente a los ojos, y le disparaba en la cabeza. Y cuando me di cuenta, el extremo de mi cañón jugueteaba con el ancho agujero humeante que se alojaba en el centro de su cara. Lo que quedaba de sus ojos me miraba, confundido y sorprendido a la vez.
En las semanas siguientes, no sentí remordimiento alguno. A decir verdad, no sentí nada. Ahora quizá me arrepiento.

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