jueves, 30 de septiembre de 2010

- III -

Como cada mañana Jorge, iniciaba su ronda por todo el pueblo. Era cartero desde los doce años, cuando acompañaba a su padre con el caballo casa por casa. Ahora las cosas se habían modernizado, pero él no había perdido la costumbre de visitar cada hogar para recoger las cartas de los habitantes, muchas de las cuales iban dirigidas a familiares que habían emigrado a la ciudad. Era de agradecer ya que muchos de los que vivían ahí eran ya gente mayor que apenas podía moverse dentro de su hogar, mucho menos ir a pie la larga distancia que los separaba del buzón de correo más cercano.


Pese a ser el también muy mayor y no haber tenido descendencia que le sustituyese, disfrutaba caminando por las callejas de piedra cuando hacía sol y luchando por no resbalarse cuando llovía, cosa que era muy habitual. Cada día cumplía su cometido. En su saco se juntaban cartas que narraban la morriña de alguien hacia sus seres queridos, o la alegría por saber que su familia contaba con un miembro más. Sin él, todos esos sentimientos se quedarían encerrados en el pueblo y lo harían un sitio sombrío y solitario.
La desgracia era que aquellas gentes olvidadas no solían recibir respuesta alguna, pero como gente luchadora, jamás cesaban en su empeño de hacer saber a los demás lo mucho que los amaban. Aunque esto le entristecía, el hecho de poder ayudar en esta empresa, era la mejor recompensa que Jorge podía recibir por su esfuerzo.


Por el contrario, en correos no estaban tan contentos. Cada día llegaba un saco lleno de cartas humedecidas y en blanco. Algunos de los trabajadores decían que provenían del antiguo pueblo hundido, aquel que se perdió cuando se desbordó la presa, pero procuraban no pensar mucho en ello.


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